"LOS FRUTOS DE LA CODICIA" · (L. Morant)
"LOS FRUTOS DE LA CODICIA"
La vida de Higinia Pollastre cambió cuando compró aquella planta en el zoco de Ceuta. “Dice el moro que esta planta te da dinero si la riegas bien”, se reía con sus amigas con las que estaba celebrando la despedida de divorcio de Pepi, que a sus sesenta y tres años se había cansado de aguantar al pelma de Salva, su ahora exmarido.
El caso es que el viejo de la jaima no paraba de insistirle en que era cierto, que era una planta especial, y claro, como se la dejaba “barata, barata”, pues Higinia se la llevó para su pueblo. El hombre le explicó que el secreto estaba en el riego: cuanto más riego, más dinero le daría. Y así lo hizo ella: la regaba hasta tres veces al día con su agua osmotizada y le añadía alguna tierra enriquecida con productos minerales. El inconveniente, por llamarlo de alguna forma, era que según le había contado el viejo, para lograr ese dinero, tenía que mirarla con sangre. Ni que decir tiene que ella no le hizo ni caso. La planta crecía saludable, pero claro, del dinerito: nada de nada. Y en realidad no era algo que preocupase a Higinia. Más le traía de cabeza un horrible pajarraco negro que picoteaba las hojas y amenazaba con cargársela. Un día, Higinia le sorprendió en plena faena y fue a espantarlo con una paletilla con la que removía la tierra. Alcanzó al pájaro en la cabeza, abriéndosela de un certero mandoble y desparramando su sangre sobre la planta y la maceta. Tiró con rabia el cuerpo inerte del animal a la basura y se fue a hacer la compra.
Al día siguiente la planta seguía algo mustia por los picotazos, pero Higinia advirtió un nuevo brote justo en el extremo del tallo. Se alegró, pues temía que los daños hubieran sido irreversibles. La acarició como si fuese un hijo, susurrando una cancioncilla. En las siguientes veinticuatro horas, el esbozo de nuevo vástago fue adquiriendo la forma de una moneda, hasta desprenderse y caer sobre la tierra de la maceta. Cuando Higinia fue a regar su planta le pareció más lozana, más verde, pero lo que más le sorprendió fue ver la moneda de euro. Pensativa, no quería creer lo que estaba zumbando dentro de su cabeza. Se lanzó hacia la basura donde todavía estaba el cuerpo del pájaro. Lo sacó y lo llevó hasta el balcón. Con un cuchillo lo destripó sobre la maceta, estrujándolo para intentar que cayese algo de sangre fresca y coágulos sobre la tierra y el tallo. Esperaba un rato, pero no pasó nada. Volvió a tirar el animal a la basura y se sentó a ver la telenovela.
Higinia madrugó para ir a ver su planta. Esta vez había granado varias monedas de euro. “¿Cuanta más sangre, más monedas?”, reflexionó. Decidida, buscó un barreño de mayor tamaño que la maceta y fabricó un nuevo colchón de tierra enriquecida en minerales para su planta preferida. Ahora solo tenía que continuar regándola. Cogió una bolsa de deporte y un martillo y salió a la calle. Llegó decidida a la huerta de Sinforoso, donde siempre rondaban los gatos. Y no se equivocó. Varios de ellos salieron a recibirla creyendo que les traía algo de comer, pero se encontraron con que Higinia se lio a martillazos con ellos y metió a dos en la bolsa. De nuevo en casa, los abrieron en canal y dejaron que la sangre regase la planta. Cenó viendo el concurso de baile de la televisión y se fue a dormir temprano, pues notaba los brazos cansados de tanto golpe.
Esa nueva mañana lo que brotaba de los vástagos eran billetes de cinco euros. “En efecto:cuanta más sangre, más dinero. Pues tenía razón el moro”, pensó. Mientras reflexionaba, miraba el barreño de metal donde había instalado la planta. Sin dudarlo, lo trasladó a la bañera. Allí vació por completa la tierra del resto de macetas que tenía repartidas por toda la casa, y la de un saco que le quedaba en la galería interior. Colocó con cuidado su planta, no sin antes recoger sus preciados frutos. Paseó de un lado a otro de la casa, cavilando, pergeñando cómo alimentar a la planta para obtener dinero. Se detuvo en seco y tras dudar ni siquiera un minuto llamó por teléfono a su amiga Pepi, la recién divorciada. La invitamos a merendar en casa para ver las fotos que se habían hecho en la despedida de Ceuta.
Pasaron una tarde divertida, grabando las aventuras en el zoco. Antes de irse, Higinia la invitó a ver su planta. Pepi se extrañó de que la tuviese en la bañera, y carcajeándose le preguntó cuántos euros le había dado desde que la compró. Higinia se rio a la par y la invitó a acercarse a la planta para mostrarde dónde brotaba el dinero. Cuando Pepi hubo inclinado la cabeza, su amiga le traspasó el cuello con un cuchillo. La sangre salpicó los azulejos e impregnó por completa la tierra extendida sobre la bañera. Higinia sujetaba la cabeza contra la bañera mientras el cuerpo de Pepi convulsionaba en sus últimos estertores. Cuando terminó de agitarse, ya sin vida, lo volcó sobre la tierra, poniendo cuidado en no aplastar su planta fructífera.
El cadáver de Pepi ya estaba frío, pero la planta había crecido, de sus nuevos vástagos brotaban billetes de cinco, de diez, de veinte, de cincuenta euros. Higinia recogía su cosecha con avidez y nerviosismo, cuando el timbre de la puerta la interrumpió. “¿Qué hace usted aquí?”. El viejo del zoco estaba delante de ella, con la misma chilaba que llevaba puesta aquel día que le vendió la planta. “Vengo a por mí planta. Ella me necesita”. Higinia se enfadó. Discutieron. El viejo explicó que era una planta especialmente que no podía dejar que nadie más que él la tuviera. Que él era su guardián y había cometido un grave error vendiéndosela. Recorrió la casa buscándola mientras Higinia intentaba impedírselo. Cuando llegó al cuarto de baño y vio la escena de la bañera, con Pepi muerta y la planta trufada de billetes, el hombre se volvió hacia Higinia con el miedo en sus ojos. Apenas le dio tiempo a pronunciar palabra, pues la mujer le clavó en el vientre el mismo cuchillo que había utilizado con su amiga, apuñalándole varias veces. Con la última puñalada lo trasladó de un empujón hasta la bañera y allí acabó definitivamente con su vida. Aprovechó el impulso para volcarlo sobre la tierra, al lado del otro cadáver, para que la sangre regase la planta. Se sentó en el suelo, con el brazo apoyado sobre la bañera y la mirada fija en su interior. La sangre del hombre se extendía como una sábana desde su abdomen desgarrado hasta la planta, y desaparecía absorbida por la tierra para nutrir sus raíces. Conforme la capa térrea chupaba la sangre del viejo, las ramas superiores comenzaron a retroceder adquiriendo una tonalidad amarillenta. Progresivamente, el resto de la planta fue tornándose mustia. Nerviosa, Higinia comenzó a acuchillar el cuerpo del viejo de manera compulsiva, intentando provocar un mayor drenaje. Sin embargo, cuanta más sangre bañaba a la planta, más rápidamente secaba, hasta que se rindió, lacia ya batida, sobre los dos cuerpos, tan muerta como ellos.
L. Morant
(22/11/24)
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